viernes, 6 de junio de 2014

El elefante blanco




La estuvimos observando durante mucho tiempo por fuera
y especulamos sobre su forma.
 
La retícula impactada representaba una promesa que se había agrietado o era ficticia
y mostraba en su superficie la polémica entre abstracción y figuración.
 
Hicimos varios intentos por entrar,
pero vinieron las lluvias y como siempre: la marea fue revuelta.
Ella también colapsó, claro, como tantas otras en el territorio.
 
Finalmente nos recibió una compuerta roja destartalada
por la que entramos en su cuerpo e hicimos recorridos.
 
El punto de partida fue un desierto de concreto,
una impresionante estructura amplia y limpia,
simétrica y de alto alcance,
que conecta varios órganos del animal,
de donde surgen huecos repetitivos que se reducen hacia el cielo en perspectiva
como una columna vaciada o invertida.
 
Y hacia las tripas se vuelve a asomar la pugna entre figuras y sombras,
entre la realidad y la ficción,
con vehículos y componentes que mezclan décadas y calidades.

Amplio, mucho más que todo lo demás, el estómago de la bestia,
custodiada toda por dientes afilados, como en una cárcel, iglesia o cuartel.
 
Muchas cosas a la vista y otras opacas
y las brutales desproporciones acentuadas mientras ascendíamos
aquella catedral perforada por la que se pueden ver yuxtapuestas capas de sentido.

Varios momentos y el “eterno inacabado” que preocupaba a Simón Rodríguez
cuando apuntó “las cosas han de estar a medio hacer mientras se están haciendo”
 
y ahí respira la bestia-catedral de clima cálido de Sociedades Americanas.
 
Encontramos signos de cierta “perseverancia” del trópico,
como sucede siempre bajo las arterias viales de nuestra suramericana vida,
donde surgen plantas y árboles tercos y torcidos entre las grietas y juntas,
como “en el corazón de las tinieblas” pero en selva de concreto,
el verde se cuela y cuelga como esquinado o sorpresivo buscando luz.

Aparecen espacios de una precariedad angustiosa, como un final de historia o “shoá”.
Síntomas endémicos que quedaron por décadas en la misma posición
y cosas que “han de estar a medio hacer mientras se están haciendo” para siempre.
 
Caminamos en la prehistoria cultural, esto impresiona,
en un viaje en el espacio y uno más largo en el tiempo, remoto.
 
La historia construida y vuelta a caer representada
en un casi joven cuerpo enorme y robusto con fracturas en toda la osamenta.
 
Orgánico y patológico, con marcas de intervenciones y cortes,
la gran ballena blanca herida en traducción local,
el gran elefante blanco firme y arrasador como escenario de pugnas.
 
Y aún, la mirada romántica y exótica encantada con el sistema mágico religioso,
con el lejano e indomable animal de prehistorias sociales,
con las construcciones tribales del espacio dentro de la bestia,
con el corazón jerárquico del cacique coronado y con los súbditos de la nada.
 
Con un  estado de cosas inacabadas y sin nombre.
 
Aún cierta mirada de algunos por los binoculares de la civilización
que aplauden los relatos lejanos de asesinatos y violaciones,
que aquí sólo llevan al poder disfrazado de dogma de fe,
al estómago que no mastica sino ingurgita, a los ojos que dan órdenes y clasifican.
 
Dentro: clases sociales, jerarquías, exclusiones, misiones falsas
y es de cientos y miles la necesidad de instalarse bajo techo.
 
La bestia se disfraza de terreno horizontal, en camuflaje participativo.
Pero en verdad, una sola cabeza que designa lo que sí y no tolera
y uniforma, como en todo el territorio, el lado que controla.
 
Lo demás en el organismo es repelido o confinado a un estado “otro”.
A un estado excepcional que puede durar mil años.
A un espacio-país que hace de la bestia: la casa
y de los designios alucinados del pastor-capitán de almas: la ley.



Ángela Bonadies & Juan José Olavarría
2013 - 2014